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Incluir o no incluir ¿esa es la cuestión?

Pérez, Andrea Verónica; Gallardo, Héctor Hugo

“…si deseamos pensar y cuestionar las causas de una persistente y extendida injusticia social y educativa, probablemente debamos comenzar por interrogar este ‘relato sobre la inclusión’, es decir, la narrativa que sostiene que la expansión del sistema escolar moderno es la única manera, y la mejor, de ilustrar al pueblo y democratizar las sociedades.”

(Inés Dussel).

PRESENTACIÓN

La referencia al texto de Dussel (2000:1) tiene la intención de problematizar, desde el inicio de este trabajo, tanto el concepto de inclusión en general, como las políticas inclusivas en el campo educativo, en particular. Si bien consideramos de relevancia los esfuerzos individuales y colectivos que desde las políticas públicas y las instituciones actuales se están realizando en torno a la educación de todos y todas, estamos convencidos de la necesidad de discutir y cuestionar en profundidad las bases políticas e históricas que han dado lugar a los procesos de exclusión/inclusión. Entendemos que estos procesos solo pueden ser revertidos a largo plazo mediante prácticas e ideas ‘otras’.

Uno de los interrogantes que nos moviliza a escribir este texto refiere, en primer lugar, a desde cuándo, cómo y por qué están excluidos aquellos grupos/actores sociales que, en la actualidad, son destinatarios de las políticas de inclusión que se encuentran en auge en la región; en segundo lugar nos interesa reflexionar respecto de si es posible, en la complejidad que conforma los contextos sociales actuales -regidos por normas de corte liberal, con una tradición sectaria en políticas públicas y de prácticas educativas- superar las desigualdades, brechas sociales y económicas a las cuales suelen referirse las políticas y prácticas de ‘inclusión’. ¿Puede un sistema educativo como el argentino –tradicionalmente verticalista y centralizado en su organización espacio temporal, con pretensiones más o menos explícitas de homogeneización y de disciplinamiento- dar lugar a la posibilidad de que quienes son históricamente considerados ‘los otros’ (los ‘excluidos’ del sistema) sean y se sientan parte del mismo?

Proponemos pensar la inclusión en el marco de tres conceptos que consideramos clave para dar luz a la reflexión que intentamos en este trabajo: constitucionalismo liberal, contrato social y capitalismo (tres piedras angulares sobre las que se edifica el Estado de Derecho en el que se pretende incluir a los excluidos). A partir de esto es que nos preguntamos, en este trabajo, si incluir o no incluir es la cuestión, o si se trata de pensar en paradigmas ‘otros’ que den origen a una comunidad que de antemano tenga en cuenta la participación de todos y todas, y no la división binaria a priorística entre incluidos y excluidos.

A partir de esta breve presentación, en los próximos apartados consideraremos algunos aspectos de carácter histórico y normativo referidos a ciertos hitos que, entre otros, conforman la herencia cultural que atraviesa las políticas sociales y educativas actuales; seguidamente, nuestra atención estará más específicamente focalizada en el concepto de inclusión educativa, teniendo en cuenta las tensiones entre la construcción de identidades y la alteridad, como también entre las prácticas y discursos oficiales referidos a este asunto.

 

LA INCLUSIÓN DESDE LO IDÉNTICO

El Estado de Derecho vigente en nuestro país se funda y organiza en la Constitución Nacional Argentina sancionada en 1853 –reformada por última vez en 1994- la que reconoce un abanico de derechos individuales para todos/as los/as habitantes de la República, y estatuye mecanismos de control cruzado entre los diferentes órganos de gobierno. La Constitución Nacional incluye algunos aspectos del constitucionalismo social en el artículo 14 bis[1] y los llamados Nuevos Derechos y Garantías[2], pero claramente se inscribe en la tradición del constitucionalismo liberal (Gargarella, 2008).

Una característica del constitucionalismo liberal es la enumeración de derechos individuales en el texto de la Constitución. En nuestra Constitución esto tiene lugar en la llamada ‘parte dogmática’. Allí, mediante el reconocimiento de un conjunto de derechos individuales, se crea lo que algunos teóricos llamaron ‘muros de contención’ para impedir el avance del Estado sobre la esfera privada de los individuos. Otra característica del constitucionalismo liberal es la de definir como valioso un determinado estado de situación social y de distribución de la riqueza originaria, que luego deviene incuestionable y, por ello, inmodificable. Por otro lado, la Constitución es, desde un punto de vista dinámico, un programa de acción política. Allí se nombran los objetivos y se crean las herramientas institucionales para construir un estado de cosas, que, como techo axiológico, tiene un repertorio de derechos individuales -entre los que se destacan el de propiedad privada, de libertad de expresión y de no injerencia del Estado en los asuntos privados- que podría definirse como liberal, individualista y capitalista. La forma de gobierno estatuida por la Carta Magna para hacer plausible el goce de aquellos derechos es la forma republicana de gobierno, que conlleva la idea de que la soberanía radica en el ‘pueblo’. Es este pueblo el que, por medio de elecciones generales y libres, elige un gobierno en el que delega aquel poder soberano para alcanzar los objetivos planteados el Preámbulo de la Constitución, es decir, el bienestar general, la justicia y la libertad.

El sistema de gobierno ideado por el liberalismo centra, entonces, su acción en el goce de los derechos individuales de las personas, y en la neutralidad del Estado frente a la acción de los privados, a la vez que, y en virtud de los aportes del Constitucionalismo Social ya mencionado, debe lograr la justicia social. Es aquí donde se aprecia un contrasentido, ya que por un lado, el gobierno constitucional, elegido por el pueblo soberano, tiene que construir el bienestar común focalizando su atención –como lo ha hecho el liberalismo clásico, en los logros individuales- y por el otro lado, tiene que promover la justicia social. A mitad de camino entre estos dos polos está la frontera en la que habitan los beneficiados por su posición individual en la distribución original de bienes, y los excluidos de tal beneficio. Allí puede rastrearse el origen de las desigualdades materiales, su reproducción y legitimación.

“…el liberalismo nunca realizó mayores esfuerzos para demostrar que existen razones para considerar ‘natural’ el estado de cosas distributivo que defiende. Simplemente, sus defensores asumen como neutral o ‘dado’ un cierto estado de cosas al que consideran valioso. (…) …asumen que es deber del poder público no intervenir sobre ese estado de cosas para intentar remediar o poner límite a las malas consecuencias que de allí pueden seguirse.” (Gargarella, 2008:220).

De este modo, el liberalismo niega la neutralidad de la acción del Estado que reclama y promueve su acción en defensa de los grupos hegemónicos, manteniendo un statu quo distributivo desigual, aspecto intrínsecamente formativo de la lógica exclusión/inclusión que aumenta las fronteras entre los que son beneficiarios de los bienes materiales y los que no lo son.

El fundamento teórico de la Constitución Nacional puede rastrearse en el llamado ‘contractualismo clásico’ de los siglos XVII y XVIII, que tuvo gran influencia en la redacción de la Constitución de Estados Unidos, una de las principales fuentes de la que se nutre el texto sancionado en 1853. El contractualismo plantea, con diferentes matices, que la sociedad y las normas que la regulan son producto de un ‘contrato social’ fundacional.

“La tradición occidental ha producido muchas teorías de la justicia social. Una de las más poderosas y duraderas ha sido la idea del contrato social, según la cual un conjunto de individuos racionales se unen en busca de un beneficio mutuo, y acuerdan abandonar el estado de naturaleza para gobernarse por sí mismos a través de la ley. (…) Las doctrinas del contrato social tienen una influencia amplia y profunda en nuestra vida política.” (Nussbaum, 2012:22-23).

La teoría contractualista y el constitucionalismo propugnados por la generación del ’37, triunfaron luego de largos y cruentos enfrentamientos militares en la Batalla de Caseros del año 1852. A partir de entonces, Urquiza, vencedor de la batalla, utiliza un discurso de sesgo humanista y tinte contractualista para fundamentar la imposición de las ideas por medio de las armas. Tanto es así que el proceso constitucional se desarrolló de forma vertiginosa y con representaciones provinciales que, más que representar la ‘voz del pueblo’, representaba a las elites provinciales triunfantes por las armas.

Se apela entonces al discurso contractualista y su hipotética ‘posición original’ como camino hacia la construcción de la ‘comunidad nacional’, para imponer las voces de algunos sobre las de todos. Esto podría ser considerado una muestra empírica de la inversión del teorema de Clausewitz propuesta por Foucault: el clásico teorema afirmaba que “…la guerra es la mera continuación de la política por otros medios (…y que) la guerra no es otra cosa que (…) un acto de fuerza para imponer nuestra voluntad al adversario” (Clausewitz, 2005:31). Para Foucault, contrariamente, si el poder político detiene la guerra mediante medidas tendientes a mantener la paz en la sociedad civil, no lo hace para suspender sus efectos ni para neutralizar el desequilibrio:

“El poder político, en esta hipótesis, tiene de hecho el papel de inscribir perpetuamente, a través de una especie de guerra silenciosa, la relación de fuerzas en las instituciones, en las desigualdades económicas, en el lenguaje, hasta en los cuerpos de unos y otros” (Foucault, 1996:24).

Con esta mirada del proceso constitucional y su vigencia es que surge la pregunta acerca de qué tipo de ciudadanos formaron parte del imaginario de quienes redactaron la Constitución y las medidas que la acompañaron en las décadas siguientes. Reflexionar sobre este interrogante nos puede ayudar a enmarcar la discusión en torno a sobre de qué se habla cuando se habla de inclusión educativa, considerando que el sistema educativo orienta sus prácticas de acuerdo a las características del tipo de ciudadano pretendido por el Estado constituido en la Ley Fundamental vigente. El concepto de contrato social, capturado en la Constitución Nacional, ¿incluye a todos y a todas? ¿Si no es así (y si por lo tanto, ahora es necesario ‘incluir’) acaso no se pone en evidencia la injusticia inherente al sistema?

Para reflexionar en torno a estos interrogantes, es interesante indagar en los planteos de Rawls (1995), precisamente, por ser uno de los representantes más destacados del contractualismo actual. Una breve revisión de sus postulados nos advierte que su teoría de la justicia se funda en una posición original hipotética, posición que, en las teorías clásicas del contractualismo, fue identificada con la idea de ‘estado de naturaleza’.

Para Rawls, todas las personas que participan del pacto original son constantemente, durante toda su vida, productivas. Son además, seres siempre racionales y físicamente ‘normales’, y plenamente colaborativos. Un elemento fundamental de su teoría del contrato social es lo que llama el ‘velo de la ignorancia’, que le impide ver, a cada persona, el origen, la raza, las características físicas o morales de los otros, como también conocer cuál va a ser su lugar después del pacto, aspecto que introduce, según este autor, la idea de justicia como imparcialidad. La mencionada ‘ignorancia’ es la que posibilitará los acuerdos generales sobre qué condiciones de existencia mínima y digna deben tener los seres humanos. Si bien los trabajos de Rawls implican un camino ‘nuevo’ tomado por la corriente contractualista, este camino lleva implícitas algunas de las ideas clásicas, como la consideración de que todas las personas que no sean permanentemente productivas –entre ellas, las personas ‘con discapacidad’ permanente o no- no forman parte del acuerdo en el que se eligen las normas fundamentales de la sociedad, ni son destinatarias de dichas normas. Lo anterior pone en primer plano la tensión entre la exclusión y la inclusión, como también entre las aspiraciones universalistas propias de los estados modernos y las situaciones particulares de los sujetos que los conforman.

“Los teóricos clásicos asumieron en todos los casos que los agentes contratantes eran hombres más o menos iguales en capacidad y aptos para desarrollar una actividad económica productiva. Por esta razón excluyeron de la posición negociadora a las mujeres (consideradas “no productivas”), a los niños y a las personas mayores, aunque sus intereses podían quedar representados por las partes presentes. (Nussbaum, 2012:34-35)

No existe, de acuerdo con esta autora, ninguna teoría del contrato social que haya incluido a las personas con discapacidad en el grupo que decide y define los grandes principios que regirán la sociedad de ‘todos y todas’. Hasta hace muy poco tiempo, de hecho, estas personas “…no formaban parte de la sociedad. Eran excluidas y estigmatizadas; ningún movimiento político las representaba.” (Nussbaum, 2012:35). Los seres humanos han sido tradicionalmente considerados en la tradición contractualista en tanto y en cuanto formaran parte del grupo de los ‘normales’ en sentido discursivo y estadístico. Quienes no se encuentran dentro de los percentiles medios de una campana de Gauss –construida con parámetros y valores científico-técnicos propios de la modernidad- quedan fuera de la posibilidad de decidir y ser parte de los acuerdos fundamentales para la vida en sociedad: todos saben de ellos, pero sus opiniones y sentimientos no son considerados. Respecto de los que no forman parte, luego se verá: la prioridad es lograr un arreglo inicial entre ‘nosotros’, los ‘normales’, para definir, en función de dicho arreglo, qué será lo que le conviene al ‘todos’.

En la ya mencionada posición original en la que se definen los grandes trazos del contrato social, una idea central es la ‘propiedad privada’. Con ella, como máximo valor, el capitalismo es más que un modo de producción y acumulación de riquezas; es también un fenómeno cultural. Con las tres ideas mencionadas en nuestra presentación –a saber, contrato social, constitucionalismo y capitalismo- queda estructurado un sistema social como el vigente en el que es necesario pensar en políticas de inclusión para ‘compensar’ las desigualdades que el mismo sistema genera. Es importante señalar que dichas ideas surgieron y se desarrollaron de manera contemporánea, que fueron retroalimentándose para conformar un sistema de ideas que remite al concepto de ‘mito fundador’.

La idea del ‘mito fundador’ contribuye a estas reflexiones en la medida en que, al decir de Barthes, se trata de un sistema de creencias coherente y completo, que aspira a brindar repuestas globales a distintos tipos de problemas; a diferencia del discurso científico, que analiza y separa, el mito busca unidad y sentido común, presentando como ‘natural’ lo histórico y lo político:

“…uno de los rasgos constantes de toda mitología pequeñoburguesa es esa impotencia para imaginar al otro. La alteridad es el concepto más antipático para el ‘sentido común’. Todo mito, fatalmente, tiende a un antropomorfismo estrecho y, lo que es peor, a lo que podría llamarse un antropomorfismo de clase.” (Barthes, 1999:27)

La idea de inclusión, en tanto acceso al consumo y a los bienes, encierra, en este marco, una gran paradoja desde el punto de vista de Samir Amin: el fundamento del capitalismo es la desigualdad en la distribución de la riqueza, por lo que la inclusión resulta, por lo menos, falaz, en tanto aquél requiere de la desigualdad para su existencia y sustentabilidad.

“En el programa del capitalismo figura pues la mercantilización creciente del ser humano y de sus capacidades inventivas y artísticas, de la salud, de la educación, de las riquezas ofrecidas por la naturaleza, de la cultura y de la política. La mercantilización de todo. Esto produce, simultáneamente, la triple destrucción del individuo, de la naturaleza y de pueblos enteros. (Amin, 2003:260)

Con las ideas planteadas hasta aquí podrían ensayarse respuestas a interrogantes tales como: si todos/todas somos ‘el pueblo’, y si ese pueblo es el que elige las normas que lo van a regir, y para él son las normas que se dictan, ¿por qué hay quienes necesitan de normativas y políticas específicas para ser ‘incluidos’? ¿A qué alude ‘lo común’ de la educación en este marco si hay ‘excluidos’ e ‘incluidos’? ¿Qué implicancias y proyecciones tiene la inclusión en el campo de la educación si damos por sentados los presupuestos que naturalizan y legitiman las desigualdades en función del lugar que ocupan las personas en la distribución de los bienes sociales?

 

POLÍTICAS DE INCLUSIÓN Y ALTERIDAD

Los temas abordados en el apartado anterior, referidos a la compleja articulación entre los fundamentos del contractualismo, el constitucionalismo liberal y el capitalismo, nos permiten brindar mayor luz a ciertos puntos pocas veces profundizados al momento de discutir las actuales políticas públicas. En tal sentido, ¿es posible, en una sociedad donde prima el discurso jurídico y técnico a través de distintas normas, lograr que todos y todas participen activamente de cualquiera de los ámbitos del sistema social, o quizás, en este marco, podemos afirmar que lo anterior es una falacia, en tanto dicho sistema se funda en un conjunto de contratos que promueven y naturalizan la desigualdad como punto de partida y como punto de llegada? Si lo preguntamos de otro modo, podríamos cuestionar en qué medida nuestra sociedad puede resolver los nuevos desafíos implicados en los intersticios de la educación y los problemas sociales/globales actuales, con teorías, ideas y fundamentos que provienen de realidades temporales, históricas y geográficas distantes de la complejidad de nuestro(s) presente(s). Se habla, entre otros términos, de diversidad, de inclusión, de integración, pero ¿estamos transformado nuestras concepciones de nos-otros, las condiciones de la sociedad, en general, y de la escuela, en particular, como para que efectivamente todos ‘estemos juntos’ en lo ‘común’ de la educación?

Paralelamente es habitual escuchar que se cambian las leyes y los diseños curriculares y, sin embargo, existe un sentido común que expresa que lo establecido por la normativa ‘no se aplica’ en las aulas. Además de estas discrepancias entre el orden jurídico y la cotidianeidad escolar, quizás habría que revisar también esas prescripciones (los ‘deber ser’) supuestamente cambiantes que se enuncian en estas normas. Esta incongruencia entre el orden de lo jurídico y la cotidianeidad de nuestras vidas, nos cuestiona hasta qué punto estamos dispuestos a transformarnos y trascender el discurso de lo políticamente correcto, y hasta qué punto continuaremos pretendiendo tan sólo la alteración y corrección ‘del otro’ (el pobre, el extranjero, el discapacitado, etc.) perpetuando la repetición de ‘lo mismo’, de eso que indefectiblemente se reitera identificando y reduciendo de manera binaria a la alteridad (la de todos, la de los otros, la de nosotros). Es aquí donde una problematización de nuestros paradigmas, de nuestros modos (más o menos técnicos) de relacionarnos con los demás, se torna central, y es aquí, por tanto, donde nos interesa reflexionar en torno de la contingencia, las identidades y la alteridad, y en definitiva, en torno de la habitual inmutabilidad de ‘lo propio’ frente a cualquier rasgo de ‘otredad’. ¿Se puede lograr que algo como una Constitución, caracterizada por la inmutabilidad de sus principios y valores, dé lugar a una justicia social que materialice la realización de cada ser humano, en tanto sujeto a la vez histórico, cultural y contingente?

“Si una objetividad logra parcialmente afirmarse a sí misma es sólo mediante la represión de aquello que la amenaza. Derrida ha mostrado cómo una constitución de identidad está siempre basada en la exclusión de algo y en el establecimiento de una violenta jerarquía entre los dos polos resultantes. (…) Lo que es característico del segundo término es así reducido a la función de un accidente en tanto opuesto a la esencialidad del primero” (Laclau, 1990[3], citado en Hall, 1996).

Lo explicitado por Laclau logra articular los postulados expuestos anteriormente con las inquietudes del presente apartado en tanto tiene en cuenta tanto la conformación de las identidades y de ‘los otros’ (los ‘diferentes’ respecto de lo idéntico) como también la importancia que en estos procesos de identificación tienen las relaciones de poder que se dan en la posición original del contrato social. ¿Quién/es se atribuye/n el derecho de nombrar al/los otro/s, y por tanto, de ubicarlo/s en situación de exclusión o inclusión, según el caso? ¿Acaso no estamos construyendo y fijando identidades esencialistas al hablar de los excluidos y los incluidos como si fueran parte de la naturaleza humana? En este sentido nos interesa retomar la noción de contingencia al abordar los procesos de inclusión y de construcción de identidades, poniendo el foco en el ser en situación, más que en la supuesta esencia atribuida por los relatos hegemónicos (que hablan de raza, de nación, de género, clase, etc.). Esto está en línea con los cuestionamientos enunciados al hablar del contrato social: ¿quién define y enuncia los principios básicos de la sociedad y para quién están dirigidos esos principios? El cuestionamiento que hace Nussbaum a las bases aún vigentes del contractualismo social clásico puede identificarse con los esencialismos que niegan la singularidad de cada individuo en nuestras sociedades: “Las partes contratantes y los ciudadanos que van a vivir en comunidad, y cuyas vidas van a quedar reguladas por los principios elegidos, son tratados como una y la misma cosa” (Nussbaum, 2012:36). Una estrategia fecunda para los discursos coloniales, tal como ha demostrado Bhabha, es precisamente la que busca fijar en determinada figura a las múltiples y siempre cambiantes figuras de la alteridad. Se trata, según este autor, de una estrategia ideológica que

“…connota rigidez y un orden inmutable así como desorden, degeneración y repetición demónica (…); produce ese efecto de verdad probabilística y predictibilidad que, para el estereotipo, siempre debe estar en exceso de lo que puede ser probado empíricamente o construido lógicamente” (Bhabha, 2002:91).

Las concepciones esencialistas acerca del ‘nosotros’ y de ‘los otros’ forman parte de los binarismos y sus consecuencias, en tanto contribuyen a la adjudicación de ‘atributos esenciales’ a las personas, que serán incluidas dentro de los parámetros de la normalidad/anormalidad de acuerdo a su mayor o menor aproximación al discurso de la ‘mismidad’ de las instituciones. A pesar de los ‘nuevos’ reclamos sociales, las ‘nuevas’ alternativas educativas y el auge de los particularismos, parece mantenerse una antigua lógica binaria que perpetúa la polarización de distinciones a partir de la definición de un opuesto que debe ser inferiorizado para que ‘lo propio’ se construya y renueve su posición jerárquica en la cadena de enunciaciones. La idea de Chambers nos ayuda a revisar estas cuestiones. Para este autor,

“Un yo que no puede soportar su no-dominio del mundo, teme y odia al otro por realizar su propia especificidad y sus límites, y por todos los medios trata de reducir la otredad a una forma de igualdad e identidad construidas sobre sí mismo.” (Chambers, 1994:54)

En una sociedad como la nuestra, cuyas regulaciones sociales se encuentran fuertemente ancladas en los discursos técnicos y científicos, ligados a las categorizaciones que se pretenden exhaustivas, a los diagnósticos que se pretenden objetivos y a la lógica de las ‘sociedades de control’ (Deleuze, 2006), el temor a la incertidumbre y a lo desconocido, forman parte del complejo entramado que colabora en la reproducción de estos binarismos. Según Rancière, es por esto que la identidad tiene íntima relación con el miedo “…que encuentra su objeto en la persona del otro” (Rancière, 2000:152).

En las últimas décadas el concepto de identidad ha sido problematizado desde distintas disciplinas, colaborando en el camino para una concepción narrativa y contingente. De acuerdo con Stuart Hall (1996), es debido a que las identidades son construidas en el discurso –es decir, no fuera de él-, que necesitamos considerarlas como productos específicos, en lugares históricos e institucionales específicos y por medio de estrategias enunciativas también específicas.

 

PARA FINALIZAR

En cierto modo, lo que se ha querido enfatizar a lo largo de este trabajo, refiere a la necesidad de trascender cuestiones normativas y de orden macropolítico -tendientes a la fijación de ciertos atributos-, impulsadas por los discursos oficiales. Este trascender implica cuestionar las prácticas institucionales vigentes, que muchas veces se reiteran en las ‘propuestas pedagógicas alternativas’ creadas para ‘incluir’, promoviendo el desarrollo de mayor desigualdad en los resultados de estas medidas. Si bien consideramos fundamental que el sistema genere nuevos espacios para atender demandas antes ignoradas, también es fundamental, en línea con lo ya expuesto en el apartado anterior, una revisión de los fundamentos propios del sistema, si lo que queremos es construir un mundo ‘otro’, que deje de replicar las desigualdades ya instaladas. Parece necesario, por tanto, transformar los contextos que vulnerabilizan y discapacitan, antes que generar ofertas puntuales para determinados grupos, sin alterar el carácter históricamente excluyente de la ‘escuela común’. A modo de ejemplo: ¿pueden las políticas de inclusión dejar de generar desigualdades si, una vez que egresan los estudiantes de distintas ofertas ‘alternativas’ a la escuela tradicional, sus títulos quedan posicionados en clara situación de desventaja al momento de querer insertarse en el mercado laboral? ¿Qué significa ‘incluir’ si a las personas ‘con discapacidad’ las instamos a continuar sus estudios secundarios y universitarios pero luego les negamos su derecho a acreditar sus conocimientos mediante un título secundario o universitario? Quizás más que incluir estamos generando nuevas formas de resignación o resentimiento en personas que ven algunos cambios en algunos espacios, pero una enorme cantidad de injusticias en la mayoría de ellos. Es así que, la atribución al mérito o a la debilidad individual para dar cuenta de los éxitos o fracasos educativos sigue siendo una constante en nuestros sistemas. Sin dejar de valorar positivamente la gran cantidad de propuestas y medidas que, desde el Estado, se vienen tomando en los últimos años para paliar las desigualdades sociales, consideramos que éstas son tan efectivas como pueden serlo en el marco del sistema socioeconómico ya descripto, enmarcado por las desigualdades que promueven el contractualismo, el constitucionalismo liberal y el capitalismo.

En otras palabras, si no generamos políticas capaces de revisar profundamente los pilares de la educación y acción de la escuela, difícilmente logremos que el sistema revierta los índices de repitencia, sobreedad y abandono, y por lo tanto, las políticas de inclusión y las medidas utilizadas en ese marco, se multiplicarán exponencialmente, contribuyendo a la naturalización de estos procesos de ‘inclusión excluyente’ (Skliar, 2000; Veiga-Neto, 2001). Quizás, la cuestión no sea entonces incluir o no incluir, sino que se trate de inventar ideas, prácticas y políticas ‘otras’, que habiliten nuevos acuerdos, capaces de fundar una sociedad en la que todos y todas sean partícipes y destinatarios de los mismos.

 

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Amin, S. (2003) Más allá del capitalismo senil: por un Siglo XXI no norteamericano, Buenos Aires: Paidós.

Barthes, R. (1999) Mitologías, Madrid: Siglo XXI.

Bhabha, H. (2002) El lugar de la cultura, Buenos Aires: Ediciones Manantial.

Chambers, I. (1994) Migración, cultura, identidad, Buenos Aires: Amorrortu.

Clausewitz, K. von (2005) De la guerra, Buenos Aires: Agebe-Terramar.

Deleuze, G. (2006) Conversaciones. 1972-1990, Valencia: Pre-Textos.

Dussel, I. (2000) “La producción de la exclusión en el aula. Una revisión de la escuela moderna en América Latina” trabajo presentado en las X Jornadas LOGSE “La escuela y sus agentes ante la exclusión social”. 27-29 de marzo de 2000.

Foucault M. (1996) Genealogía del racismo, La Plata: Editorial Altamira.

Gargarella, R. (2008) Los fundamentos legales de la desigualdad. El constitucionalismo en América (1776-1860), Buenos Aires: Siglo XXI.

Hall, S. (1996) “Introducción. Quién necesita ‘identidad’”, en Hall, S. y du Gay, P. (Eds.) Questions of Cultural Identity. Londres: Sage. Traducción de Natalia Fortuny.

Nussbaum, M. (2012) Las fronteras de la justicia. Consideraciones sobre la exclusión, Barcelona: Paidós.

Rancière, J. (2000) “Política, identificación y subjetivación”, en Arditi, B. (Editor), El reverso de la diferencia. Identidad y política, Caracas: Nueva Sociedad.

Rawls, J. (1995) Teoría de la justicia, México: FCE.

Skliar, C. (2000) “La invención y la exclusión de la alteridad deficiente desde los significados de la normalidad”. En Propuesta Educativa, Buenos Aires. Año 10. Nro. 22, pp.34-40.

Veiga-Neto, N. (2001) “Incluir para excluir”, en Larrosa, J. y Skliar, C. (Eds.), Habitantes de Babel. Políticas y poéticas de la diferencia, Barcelona: Laertes.

[1] El artículo 14 bis de la Constitución Nacional reconoce los derechos sociales tales como el trabajo y la seguridad social.

[2] Como, por ejemplo, el derecho a un ambiente sano y los derechos del consumidor, entre otros.

[3] Hall (1996) hace referencia al siguiente texto: Laclau, E. (1990) New Reflections on the Revolution of our Time, London: Verso.